SLIDER

Una nariz privilegiada

En los Medios

Revista Travesías N°45 Por Leila Guerrero / Foto: David Sisso

A diez mil metros del piso, inmersa en la dulce luz de un crepúsculo perfecto, en medio de un vuelo plácido sin turbulencias, Inés Berton se retuerce: la pasa mal. Con el corazón acelerado y la frente perlada de sudor, aprieta un pañuelo de seda que la acompaña a todas partes y que forma parte de un pequeño séquito de supersticiones, su única defensa contra una muerte segura cuando el avión —aunque ahora nada lo indique— decida caer en picada y estrellarse contra la Tierra. Un dedo frío como la muerte le tuerce la columna. La voz cálida de un sobrecargo le ofrece una bebida, pero Inés —como siempre, como cada una de las veces en las que viaja en avión— no dice ni sí ni no: no puede respirar. “Si tomo una pastilla para dormir la paso bárbaro, pero si voy despierta sufro mucho”, confiesa.

Inés Berton —tea searcher, sumiller de té, una de las doce narices del mundo capaces de distinguir cinco mil “notas” distintas y reconocer una cosecha con el sólo rastro de su aroma— vive más de la mitad del año fuera de Argentina, y buena parte de ese tiempo lo pasa en un avión. Y, aunque parece una paradoja ideada por algún demiurgo cínico, es altamente fóbica a los aviones.

—Siempre viajé mucho, desde chica —dice sentada en la alfombra de tealosophy, la tienda de la elegantísima galería Promenade, en la Recoleta porteña, donde vende sus tés de marca propia—, pero un día viajé entre Buenos Aires y Nueva York con un amigo que tenía pánico al avión, y me contagió. Desde entonces, estuve a punto de perder mi trabajo varias veces. Llegaba al JFK porque tenía que ir a Londres y de ahí a la India a comprar cosechas de tés, pero en lugar de hacerlo me regresaba a casa.

En la tienda hay latas de té, aromas diversos —clavo de olor, canela, manzanilla, jengibre, pimienta, maderas, humos, toronjas, naranjas, mandarinas—, muebles orientales, coladeras, cucharitas, teteras, cuencos.

Cuando vuela, dice, sufre mucho. Pero excepto por esa breve pesadilla ella es feliz. Tanto como las princesas en los cuentos de hadas.

Nacida en Buenos Aires en 1972, hija de una familia tradicional, fue a un buen colegio, aprendió idiomas y tuvo un solo anhelo: obstruirse las fosas nasales para no oler todo tanto, todo el tiempo.

Mi nariz era una tortura. Todos los olores me descomponían. De chica me quería operar. Era una pesadilla.

No le gustaba oler, pero le gustaba pintar. Después de terminar el colegio, con la vocación extraviada, marchó a París, donde vivió un año sola, volvió a Buenos Aires, estuvo un tiempo y se fue a Nueva York.

—Yo tenía 21 años. Pensaba quedarme una semana visitando a una amiga, pero me quedé siete años. Me gusta vivir en distintos lugares, sentir que el mundo es mi casa. En Nueva York empecé a trabajar en el museo Guggenheim del SoHo. En el subsuelo había una casa de té, The T. Emporium. Yo iba a tomar té, y me preparaba mis propias mezclas. Después los clientes decían: “Quiero lo mismo que ella”. Al fin Miriam Novell, la dueña, me ofreció trabajar ahí por dos y medio dólares la hora.

En la trastienda de esa casa fue donde Inés encontró la vocación. Su nariz floreció al golpear con el aroma de las mejores cosechas del mundo: capullos de exquisito té blanco, chais de la India —preparados con clavo, jengibre, algo de pimienta y otras especias—, carísimos tés Oolong de la región de Fujian. Su nariz —desmesurada— ahora era un tesoro.

Para seguir leyendo hacé clic en Más Información.

—Un día Fumiko, una mujer japonesa que era como la reina del T. Emporium, que no me prestaba la menor atención porque yo era su empleada, me dijo: “A ver, haz un té”. Preparé uno con una hebra de un té verde que se llama Gunpowder Imperial, una base de té negro, rosas, lavanda y vainilla. Ese té terminó siendo uno de los mejores del mundo, porque lleva el único té verde que tiene el mismo tiempo de infusión que el té negro. El té verde infusiona en mucho menos tiempo que el negro, y yo encontré esta excepción a la regla. Es fantástico el resultado, porque te da el aroma del césped que tiene el té verde con la tierra del té negro.

Y cuando Fumiko vio lo que había hecho me dijo: “Inés, te voy a enseñar”. Lo primero que me dijo fue: “Vamos a probar un matcha, sale en 70 dólares las dos onzas”. Es el té con el que se hace la ceremonia del té. Yo dije: “¡Buenísimo!”. Lo preparó… y lo escupí. Era espeso, amargo, una pesadilla. Lo hizo a propósito. Me quiso decir que no todo tiene que gustarte, que la euforia del principio tiene que bajar. Después empecé a ir al puerto de Nueva York a recibir las cosechas que llegaban en los barcos. Y con la gente de los barcos aprendí que el mundo del té es noble, de palabra. El té no es simplemente el té. Mi marca, tealosophy, es una filosofía de vida.

De niña argentina con el olfato correcto en el lugar equivocado, Inés pasó a ser un ave extraña y exquisita: la única nariz de té femenina del mundo, entre otros once varones. Las narices se dedican a oler —al servicio de industrias como la perfumería y el té— y crear aromas que aún no existen a cientos de dólares la onza. Inés diseñó mezclas para el hotel Waldorf Astoria, la diseñadora Carolina Herrera, la firma Bulgari, el hotel Delano de Miami, la actriz Uma Thurman, los reyes de España y hasta el Dalai Lama. Este último le inspiró una mezcla de hojas de té blanco con jazmín que se abrían al primer golpe de agua caliente.

Aprendió a amanecer en Nueva York y cenar en los jardines protegidos del sur de Shangai, a seguir la trayectoria de tifones y cambios climáticos para saber dónde estará el mejor Darjeeling de ese año, o el mejor Castleton Vintage o el más perfecto Margaret’s Hope, y viajar ahí y comprarlo.

—Yo uso un té blanco que viene de jardines custodiados del sur de Shangai, y se llama Aguja de Plata. El año pasado había cinco kilos de ese té en todo el mundo y logré quedarme con tres. Las familias que lo cosechan no te lo dan si podés pagar el precio, te lo dan porque ven que respetás su cultura, que esto no es un negocio.

En 2002 Inés Berton dejó su empleo en The T. Emporium, volvió a Buenos Aires y empezó a trabajar en tealosophy, su propia marca. Hoy sus infusiones se consiguen en los mejores hoteles y restaurantes del país, tiene desde hace poco su propio local en la galería Promenade, junto al lujoso hotel Alvear de Buenos Aires, y acaba de lanzar, por el sello Warner, un disco de canciones para las que hizo una sommellerie de tés: para cada tema propuso un mezcla. El disco se llama tealosophy by Inés Berton, y fue un éxito de ventas en España durante el pasado invierno europeo.

—Para el segundo tema, “Sweet Revenge”, propuse un té verde enrollado a mano, lavandas de St. Rémy de Provence, rosas y vainilla de Madagascar. Ese tema es muy parisino, y a mí lo que más me gusta cuando llego a París es ir a Place des Voges, dar una vuelta y meterme a comer en un lugarcito que se llama Ma Bougogne. No es elegante ni fino, pero me encanta entrar ahí, comer algo calentito en mesas compartidas. Este disco es como un sueño, porque es viajar con el té, y yo veo que la gente acá en la tienda abre una caja de té y viaja: están en un bosque húmedo de la Patagonia o en las calles de la India.

En el tema ocho, “I Will Try”, Inés propone un “tea for my lover, tea for my Ro”: un Hojicha de Japón, una cosecha limitadísima para Rodrigo Tosso, su love y su lover, el chef joven y talentoso con el que se casó un día de lluvia torrencial en medio del campo, y bajo paraguas burlones que decían “No rain, no rainbows”, sin lluvia no hay arco iris.

—Con Rodrigo nos hicimos grandes coleccionistas de hueveras. En inglés se llaman egg cup, y en italiano portauovo. Son esos cositos para comer los huevos poché. Tenemos como 250. En Francia estábamos en St. Rémy en Provence, y nos dijeron que en un pueblito de la zona había muchos anticuarios. Y allá fuimos, baguette y queso en el auto, y nos compramos un montón de hueveras, pero nos desviamos como 500 kilómetros. El año pasado yo había ido a París a diseñar una mezcla para Luc Besson, el director de cine. Era año nuevo y no había un solo restaurante. Conseguimos un último lugar en un restaurante de los hermanos Costes, y cuando me levanté para ir al baño vi en un lugar cerrado, donde se vendían cosas del restaurante, una huevera chiquitita que tenía un gorro de visón para ponerle al huevo, diseñada por Phillipe Starck. Le dije a Rodrigo: “No nos podemos ir sin la huevera”. Fue a hablar con el encargado y le dijo una cantidad de mentiras:

“Mire, nos casamos ayer”. Nos abrieron el lugar, compramos la huevera, y el precio era… imposible. Salía como tres cenas. Pagamos y no nos quedó ni medio euro. Nos regresamos caminando bordeando el Sena, muertos de frío, pero con la huevera. Cuando viajo no tengo ningún control de lo que gasto y lo que compro. Con los objetos nunca pienso en las consecuencias, nunca pienso que lo voy a tener que traer por avión. Soy capaz de comprarme una mesa. Hace poco, desde Nueva York, mandé diez cajas con teteras de hierro fundido por correo normal. Y llegaron todas.

—¿Viajas con tu propia tetera?

—Claro. Envuelta con terciopelo, un poquito de té, y una piedra o un Buda. No puedo viajar sin eso. Y sin otra cantidad de cosas. Si olvido algo de todo eso, no me subo a un avión. Como el pañuelo de seda que era de mi mamá, que es el mismo que me ponía cuando tenía 6 años y me dolía la garganta y tenía un olor que a mí me tranquilizaba. Un amigo mexicano, un fotógrafo de modas que vive en Tulum, Enrique Badulescu, me regaló una virgen hace años, y siempre la llevo. Salvo eso, no tengo ninguna maña de viaje. No me gustan los hoteles cinco estrellas, prefiero alquilar un departamento para que Rodrigo me pueda malcriar y cocinarme. Cuando estás casada con un cocinero, haces viajes gastronómicos. En Siena, en la región del Gallo Nero, nos encanta ir a comer aceites de oliva y buenos vinos y aceitunas. En Nueva York vamos a comer thai al East Village. A mí me encanta volver a los lugares en los que ya he estado, quedarme y conocer el lugar, que me conozca el vecino. Salir y saludar.

Quizá por eso, porque necesita sentirse como en casa, lo primero que hace cuando aterriza en Francia, en Japón o en Nueva York, es pedir unas rebanadas de pan tostado.

—El olor de las tostadas es el olor de la infancia. Me tranquiliza. La paso tan mal en el vuelo que cuando llego a un hotel o a una carpa necesito ese olor tranquilizador. En medio del vértigo del mundo, el olor de las tostadas de pan es todo lo que necesita para dejar de temer. El olor de las tostadas: ese abrazo.

Tealosophy
Av. Alvear 1883
Galería Promenade, local 37
Buenos Aires, Argentina
Tel: 54 (11) 4808 0483
www.tealosophy.com

No hay comentarios

Publicar un comentario

© Almacén de té
Maira Gall