Domenico nos contó su historia, ¿Te animás a contar la tuya? Todo lo relacionado con el té es bienvenido. Escribinos.
*Por Domenico Masci
#ComunidaddelTe
Antes que nada confieso que mi relación con el té no es la mejor, yo soy del café, es mi debilidad, pero admito que el té me merece admiración y respeto.
Tomo un té de vez en cuando, mal preparado y de mala calidad seguramente; lo hago si no hay café, si estoy enfermo o si me invitan, y reconozco que esto no habla mal del té, habla mal de mi.
A pesar de eso percibo cierta magia alrededor del té, algo misterioso, que con sólo escucharlo nombrar se me representan imágenes y estados de ánimo placenteros. Su nombre me remite al sosiego de rituales milenarios llevados a cabo con calma, ceremoniosamente, en ambientes adecuados, con la vajilla apropiada, con el tiempo que haga falta.
Lo escucho e imagino una familia china sentada sobre esteras en una habitación en penumbras, rodeando finas teteras de porcelana, sorbiendo lenta y ruidosamente de finos tazones sin asas.
Imagino en Japón invitados ingresando a la estancia del té, al maestro del ritual colocando en un cuenco dos cucharadas de té verde por cada invitado, al invitado principal bebiendo tres sorbos y pasándole el recipiente a los demás, una segunda ronda, siempre en silencio…
Imagino marroquíes en un palacio o en una carpa en el desierto, agasajando a un recién llegado con té, preparado con hojas de menta y azúcar, en teteras de metal decoradas con arabescos y servido en vasos de cristal y oro, acompañado de dulces, miel, dátiles y almendras.
Rusos de Moscú o de Siberia, con su samovar, en cualquier lugar y tiempo, en la calle, en un tren, en un hogar, antes y ahora, compartiendo el té caliente que además de estimulante les resulta un amigo incondicional para paliar el frío.
E imagino ingleses distinguidos, vestidos para la ocasión, tomando el té de las cinco en un jardín inglés, soleado, bucólico, prolijo, charlando de cosas sin importancia, despreocupadamente; lo sirven sobre una mesa tan elegante como ellos, donde no faltan una jarrita con leche y rodajas de limón y lo acompañan con torta de ciruelas, scones y muffins.
Y a veces al sentir nombrar el té ya no imagino, recuerdo, por haberlo vivido, un grupo de amigos argentinos reunidos en noches de invierno que, mientras juegan a las cartas, cuentan historias, cantan y se divierten, sin el ritual de los japoneses ni la elegancia británica, comparten un “chupe y pase”, un té común preparado en una jarra cualquiera con una bombilla de la que todos beben gratificantes sorbos.
En Japón, el Tíbet o Inglaterra, de maneras refinadas o simples, en todos los casos el nombre del té me remite al culto de lo compartido, y esa es su magia.
*Por Domenico Masci
#ComunidaddelTe
“El nombre es arquetipo de la cosa”
El Golem, Jorge Luis Borges
Tomo un té de vez en cuando, mal preparado y de mala calidad seguramente; lo hago si no hay café, si estoy enfermo o si me invitan, y reconozco que esto no habla mal del té, habla mal de mi.
A pesar de eso percibo cierta magia alrededor del té, algo misterioso, que con sólo escucharlo nombrar se me representan imágenes y estados de ánimo placenteros. Su nombre me remite al sosiego de rituales milenarios llevados a cabo con calma, ceremoniosamente, en ambientes adecuados, con la vajilla apropiada, con el tiempo que haga falta.
Lo escucho e imagino una familia china sentada sobre esteras en una habitación en penumbras, rodeando finas teteras de porcelana, sorbiendo lenta y ruidosamente de finos tazones sin asas.
Imagino en Japón invitados ingresando a la estancia del té, al maestro del ritual colocando en un cuenco dos cucharadas de té verde por cada invitado, al invitado principal bebiendo tres sorbos y pasándole el recipiente a los demás, una segunda ronda, siempre en silencio…
Imagino marroquíes en un palacio o en una carpa en el desierto, agasajando a un recién llegado con té, preparado con hojas de menta y azúcar, en teteras de metal decoradas con arabescos y servido en vasos de cristal y oro, acompañado de dulces, miel, dátiles y almendras.
Rusos de Moscú o de Siberia, con su samovar, en cualquier lugar y tiempo, en la calle, en un tren, en un hogar, antes y ahora, compartiendo el té caliente que además de estimulante les resulta un amigo incondicional para paliar el frío.
E imagino ingleses distinguidos, vestidos para la ocasión, tomando el té de las cinco en un jardín inglés, soleado, bucólico, prolijo, charlando de cosas sin importancia, despreocupadamente; lo sirven sobre una mesa tan elegante como ellos, donde no faltan una jarrita con leche y rodajas de limón y lo acompañan con torta de ciruelas, scones y muffins.
Y a veces al sentir nombrar el té ya no imagino, recuerdo, por haberlo vivido, un grupo de amigos argentinos reunidos en noches de invierno que, mientras juegan a las cartas, cuentan historias, cantan y se divierten, sin el ritual de los japoneses ni la elegancia británica, comparten un “chupe y pase”, un té común preparado en una jarra cualquiera con una bombilla de la que todos beben gratificantes sorbos.
En Japón, el Tíbet o Inglaterra, de maneras refinadas o simples, en todos los casos el nombre del té me remite al culto de lo compartido, y esa es su magia.
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